Desde la ventana con persianas se ve el atardecer

Amor a la luz de la muerte

–Le queda poco tiempo, lo mejor es que hable con ella antes que le apliquemos la morfina, ya no soporta el dolor. El cáncer invadió todo su cuerpo arrebatándole cualquier posibilidad de vivir dignamente.

–De acuerdo doctor, pero me cuesta creer que este momento haya llegado. Le rogué tanto a Dios que...

– Lo sé Juan, es muy doloroso, pero debe ser fuerte.

Juan respiró profundo y extendió la mano para abrir la puerta de la habitación donde estaba Blanca, su mamá. La chapa estaba tan fría que la soltó enseguida, pero en el fondo fue porque supo que su madre estaba en los últimos respiros aferrada a la vida y que ésa podría ser la última vez que la vería consciente. Antes de girar la chapa cerró los ojos, el aroma a lavanda salió de algún lugar y cuando tuvo las fuerzas abrió la puerta de madera añeja.

Eran más o menos unos diez pasos desde la puerta hasta el lecho de muerte de su madre. Al dar el primero, Juan sintió que las piernas se quebraban y en el segundo, que los pies pesaban en doble y les costaba despegarse del piso para avanzar. En ese instante, recordó algunos momentos con Blanca y la hermosa sonrisa que siempre la caracterizó, así como las caricias, las miradas, las palabras de aliento que le dijo, aún cuando las cosas no iban bien. Recordó las compras en la plaza de mercado cada fin de semana, el olor a la comida que con tanto amor ella le preparaba. Blanca tenía una particular forma de decir las cosas, sin filtro así que varias veces le hizo pasar penas, pero lo que más tocó el corazón de Juan mientras caminaba hacia su mamá, fue la manera como miraba, con tanta ilusión y dulzura a los nietos. Cada paso aletargado que dio Juan trajo el peso del dolor de la despedida. El cuerpo se negaba a responderle, a afrontar lo inevitable.

–Señor Juan, la señora Blanca lo espera. Siga mientras voy por la morfina -dijo la enfermera.

El rostro de Juan estaba desencajado. Se secaba las lágrimas con las mangas del saco como cuando era niño. Quiso que el llanto fuera silencioso, pero señora Blanca lo escuchó:

–Juan, hijo no hagas eso –dijo– para eso tienes un pañuelo en el bolsillo derecho del pantalón. ¿Cuántas veces Juan, cuántas tengo que repetírtelo?

Juan agachó la mirada y sonrió. Había dado cuatro pasos, pero para él ninguno. Tuvo miedo de acercarse, le dolió el pecho, no quería despedirse de la persona que le había dado la vida y quién le había dado lo mejor de sí, es decir, todo y como en cámara lenta, poco a poco Juan daba cada paso. El quinto paso fue de más dolor, el sexto de impotencia, el séptimo de tristeza, el octavo de soledad y el noveno de culpa. El llanto fue desgarrador los hombros de Juan no pararon de moverse de arriba abajo. Blanca extendió el delgado y pálido brazo en el que las venas se dejaban ver y cariñosamente con la mano lo invitó a acercarse.

–Ven hijo, no tengas miedo, déjame abrazarte.

–Si madre ya voy, es que me cuesta moverme.

–Lo se, te he estado mirando desde que entraste. ¿Has estado perdido en nuestros recuerdos, verdad? Yo también los he visto mientras caminas hacia mi.

En el décimo y último paso, Juan tomó la mano de su madre y le dijo:

–Perdóname estoy tan cansado siento que caminé kilómetros desde que atravesé la puerta.

–No te preocupes hijo, a veces los momentos dolorosos parecen un recorrido tan largo, pero no lo son, uno mismo le pone el tiempo al sufrimiento. Tardaste lo que debiste para dejarme ver lo que fue nuestra vida juntos. Estaré siempre conmigo. Gracias hijo por permanecer a mi lado, ahora debes renunciar a mí para vivir la vida. Cuida a mis nietos y a mi nuera.

–Te amo mamá.

–Y yo a ti, hijo mío. ¿Por qué no enciendes la luz?

Juan titubeó.

–No te preocupes hijo, también hay amor en la oscuridad, recuérdalo.

El corazón de la señora Blanca dejó de latir el 24 de julio de 2017.